No cabe duda de que la historia personal de Isabel II, que ocupa 74 años de existencia, está marcada desde su nacimiento por el hecho de ser mujer y por una asombrosa precocidad impuesta por los avatares y las circunstancias que la obligaron a asumir muy tempranamente las responsabilidades que su condición conllevaba: Reina a los tres años, una mayoría de edad forzada por la situación política que dio paso a su reinado personal con tan sólo trece años, un matrimonio obligado e inadecuado a los dieciséis, que desembocó en separación, apenas transcurridos unos meses y, por último, su destronamiento a los treinta y ocho años, la trágica divisoria en su vida que da paso a los largos años del exilio y el alejamiento de España. Es una historia azarosa, como la época a la que ella dio nombre, que la haría pasar de una imagen positiva al comienzo de su reinado a otra terriblemente negativa a su término. Pasó de gozar de una gran popularidad y cariño entre su pueblo, de ser la enseña de los liberales frente al absolutismo y una especie de símbolo de la libertad y el progreso, a ser condenada y repudiada como la representación misma de la frivolidad, la lujuria y la crueldad, la «deshonra de España», que intentará barrer la revolución de 1868.